Discurso de Jean-Yves Le Drian, ministro para Europa y de Asuntos Exteriores - « GLOBSEC 2020 Bratislava Forum » - (8 de octubre de 2020)

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Señores Ministros,

Estimados amigos,

Treinta años después del año que fue testigo de la reunificación de nuestro continente y de la adopción de la Carta de París por una Nueva Europa, creo que podemos estar orgullosos de lo andado. Quería empezar recordando esto. Porque, en esta época marcada por la adversidad, resulta crucial que guardemos intacto en la memoria lo que hemos pasado juntos.

En el corazón del otoño de 1990, los europeos recuperaron, junto con todas las demás libertades, la de tomar las riendas de su destino.

La historia estaba dando un acelerón: dispuso que a una separación brutal le siguiera una reunión repentina. Y, de repente, vimos cómo se disipaba la figura de un mundo que nos había mantenidos trágicamente divididos largo tiempo. De repente, se nos devolvió la esperanza de construir «una nueva Europa».

Tras unas demasiado largas décadas de confrontación y hemiplejia, los europeos por fin volvieron a encontrarse, Europa se reconcilió por fin consigo misma. Por ello, a «ampliación», palabra que nos aleja a unos de otros, prefiero «reunificación», bella palabra que nos acerca.

Pero se puede decir que este inmenso esfuerzo histórico nos absorbió: durante esos últimos treinta años, acaparó toda nuestra energía, y nos relajamos hasta actuar como si, en el fondo, el curso del mundo, de alguna manera, hubiera dejado de ser asunto nuestro. De hecho, la garantía de la potencia estadounidense parecía algo que se podía dar por hecho y el «fin de la historia» parecía haber llegado.

Y aprovechamos esta relativa tregua geopolítica para concentrarnos en nosotros mismos y llevar a cabo una empresa colosal: reunificar el continente en una comunidad de valores e intereses, algo inigualado en la historia.

Sí. ¡Inigualado! Porque en ningún otro lugar del mundo ha habido naciones que hayan decidido libremente entrelazar su destino. Poner en común algunas prerrogativas, incluso aquellas que más dependen del Estado. Compartir una misma moneda. Nosotros, todo eso, lo hemos hecho. No sólo para ganar en eficacia juntos, sino también en nombre de aquello que nos une a la vez que nos trasciende. En nombre de ese pasado que compartimos y en nombre de ese deseo, también compartido, de seguir escribiendo juntos nuestra historia.

Entiéndanme bien: este largo periodo, estos treinta años, este largo momento de concentrarnos en nosotros mismos era necesario.

Era necesario a tenor de la magnitud de la tarea. Era necesario, también, a tenor de las pruebas a las que nos hemos tenido que enfrentar con éxito: la crisis económica y financiera de 2008, los ataques terroristas, la crisis migratoria, la crisis del coronavirus, las maquinaciones de las potencias exteriores, que han buscado enfrentarnos desde fuera y dividirnos desde dentro, intentando exacerbar los desacuerdos que a veces surgen entre nuestros países. Era necesario, y eso ha sido lo que nos ha permitido encarar todas estas pruebas. Ésa ha sido siempre la fuerza de la solidaridad europea, nada ha cambiado desde la Declaración de Schuman, setenta años ha.

Ese periodo era necesario. Pero mientras estábamos ocupados pensando en nosotros mismos y actuando sobre nosotros mismos, el resto del mundo cambiaba.

La vida internacional ha ido ganando en brutalidad. Incluso en nuestra vecindad asistimos a la multiplicación de los conflictos, nutridos por la modernización de las capacidades militares, la proliferación de tecnologías sensibles y las ambiciones intervencionistas de las potencias exteriores, que no dudan en apostar por el desorden para ir adelantando sus peones.

La vida internacional ha cambiado, asistimos a la importación de mercenarios extranjeros, al recurso a sociedades militares privadas, a la instrumentalización de los flujos de refugiados, a la manipulación de la información, que hacen las veces de estrategia de influencia nueva. Vemos cómo la desestabilización se convierte en un verdadero instrumento de potencia. Y en Ucrania, en Siria, en Libia, y actualmente en Nagorno-Karabaj, vemos cómo estas dinámicas tóxicas se internacionalizan y envenenan crisis cuyas raíces son locales.

Es una realidad de la que llevamos demasiado tiempo haciendo caso omiso. Llevamos demasiado tiempo creyendo que podríamos salvar los peligros de esta nueva realidad mundial, por algún tipo de excepcionalidad europea.

Pero, demos muestra de lucidez, el bloque que formamos está siendo desafiado, marginalizado y puede acabar convirtiéndose en un teatro de influencia.

Éste es el balance –un éxito y un olvido– éste es el balance de las tres últimas décadas y, ahora, creo que resurgen las dos grandes cuestiones del año 1990: la cuestión del mundo por venir y la cuestión de lo que somos. Pero la diferencia con los años noventa es que ahora no se puede actuar como si fueran dos cuestiones distintas.

Por ello, el mensaje que deseo trasladar es sencillo: estamos ante una disyuntiva muy clara: salir del segundo plano en el que nos hemos mantenido demasiado tiempo o que se nos borre de un plumazo de nuestra propia historia.

La situación entraña un riesgo que no dudaría en calificar de existencial, existencial para nuestra Europa. Y, ante este riesgo, la única opción es la de volver a proyectarnos en el mundo para defender en él nuestro modelo único.

Me parece que ha llegado la hora de que los europeos, si quieren seguir siendo amos de su destino, vuelvan a situarlo en el curso del mundo. Y, a mi entender, no hay duda de que ahora la construcción europea también depende de lo que sucede más allá de nuestras fronteras, de los esfuerzos que podemos y debemos hacer para tener peso en la vida internacional e influir más en ella, de manera distinta.

La paradoja (¡pero es una paradoja fecunda!) es que esta dinámica de proyección más allá de nosotros mismos, siempre que hagamos lo necesario para implementarla, también puede servirnos para seguir siendo plenamente nosotros mismos. Para retomar el hilo de las ambiciones europeas, logrando superar el narcisismo de nuestras pequeñas diferencias. Para recobrar, en una palabra, el sentido de nuestra hermosa aventura colectiva.

Porque Europa a veces parece algo perdida. El golpe del brexit, el auge del populismo y las fuerzas centrífugas, las reiteradas violaciones de los principios y los valores que sin embargo son el corazón mismo de la UE, la promoción de una «democracia iliberal», lo que de hecho es una contradicción en sí misma… Debemos tomarnos todas estas señales como una alerta. Son los pródromos del abatimiento, enfermedad a la que, sin duda, nos abocará una introspección excesiva.

*
La crisis de la COVID-19 es un aterrador revelador, al igual que un potente acelerador, de las fracturas y la pérdida de los anclajes que, como decía, considero rasgos característicos de nuestra época. Pero los cuestionamientos en cascada que están generando confusión en la vida internacional no han aparecido con la pandemia, por supuesto.

Nuestra idea de que todos, la idea de que todos salimos ganando cuando instauramos reglas compartidas, cuando las respetamos para organizar un mundo común, esa idea que nos permitió levantarnos después de la tragedia de las dos guerras mundiales, no cabe duda de que hoy ya no recaba el consenso. El multilateralismo padece incluso una enfermedad crónica triple:

  • la tentación de la retirada unilateral, me viene a la cabeza la administración Trump;
  • el bloqueo sistemático, me viene a la cabeza Rusia;
  • la instrumentalización de las instituciones comunes en beneficio de intereses particulares, me viene a la cabeza China.

El resultado es un mundo en el que los marcos de regulación y de actuación colectiva están debilitados. En pocas palabras, un mundo que cada vez es más ajeno a lo que los europeos somos.

Buen ejemplo de ello es el cuestionamiento de la arquitectura de seguridad europea, cuyas bases sentó la Carta de París con la que empecé este discurso.

Esta arquitectura ha sido desmantelada de forma metódica, sistemática durante los últimos años. Se han socavado principios clave de la Carta, la inviolabilidad de las fronteras y la soberanía de los Estados, en Ucrania, por ejemplo, cuando Crimea fue anexionada ilegalmente, anexión que no aceptaremos nunca.

Cuando la represión y las detenciones arbitrarias responden al rechazo del pueblo de una elección ilegítima en Bielorrusia y se rechaza la oferta de mediación de la OSCE, lo que se está pisoteando es, una vez más, un fundamento de la Carta de París.

En cuanto al control de armamentos, se cuestionan los acuerdos con la excusa de que la lógica de cooperación que apuesta por dar un marco a las rivalidades estratégicas es demasiado restrictiva. En este caso, lo que se cuestiona es la indivisibilidad de la seguridad y la que retrocede es la nuestra.

En un sentido, estas espectaculares regresiones confirman, ellas también, lo acertado del convencimiento que impregna toda la Carta de París: «para fortalecer la paz y la seguridad entre nuestros Estados, son indispensables el progreso de la democracia y el respeto y ejercicio efectivos de los derechos humanos». No es posible vincular más claramente los valores humanistas con la construcción de la seguridad colectiva europea.

Señoras y señores, los actos y la estrategia de Rusia han desempeñado un papel importante en el debilitamiento de la arquitectura de seguridad europea. La inestabilidad y el cuestionamiento de las normas comunes que resultan de ellos merman la seguridad de los europeos. Por ello, consideramos que aceptar la situación sin intentar establecer canales de comunicación, volver a crear reglas de comportamiento que puedan reforzar nuestra propia seguridad, no va en el interés colectivo de los europeos.

De ahí nuestra consigna doble en lo que se refiere a Rusia: diálogo y firmeza.

Diálogo, sin ser ingenuos, porque no podemos plantearnos reconstruir un sistema de seguridad colectiva en Europa y recuperar la estabilidad sin intentar implicar en ello a Rusia. Y la dificultad de proseguir y lograr que ese diálogo prospere no debe mermar en absoluto nuestra voluntad. Pero también firmeza, porque la violación de las normas europeas e internacionales no puede quedar sin respuesta. Porque Rusia debe aportar respuestas a las preguntas que le hacemos cuando, por ejemplo, se confirma que un oponente político ruso, Aleksey Navalny, ha sido víctima de un intento de asesinato en territorio ruso, por medio de un arma química de la familia Novichok desarrollada por Rusia. Y porque, a falta de respuestas, nuestra responsabilidad es actuar en consecuencia, como Francia y Alemania han hecho esta semana, proponiendo que la Unión Europea sancione a los responsables de este intento de asesinato, inaceptable desde el punto de vista democrático y por el hecho de banalizar el uso de las armas químicas. El diálogo no es una excusa para dilatar los tiempos.

Que quede muy claro: dialogar con Rusia no significa que se le esté haciendo un favor. No significa renunciar a nuestra ambición de construir un continente sereno. Al contrario, significa defender esta ambición con firmeza y recurriendo a una relación de fuerzas cada vez que sea necesario.

Una arquitectura de seguridad europea no tiene sentido más que porque logra que los Estados que la componen respeten normas comunes. Y este imperativo se aplica a todos, también a Rusia. Así era en 1990, cuando firmamos la Carta de París. Y sigue siendo así en 2020.

El diálogo en la firmeza también es nuestro enfoque con respecto a China, que para nosotros puede ser a la vez un socio sin el que no podríamos encarar la emergencia medioambiental y climática, un competidor, en particular en el ámbito económico y tecnológico, e incluso un rival sistémico, retomando los términos de la Comisión Europea, un rival sistémico en la batalla entre modelos.

Hablar con China es por tanto imprescindible y, sobre todo, es imprescindible que los europeos le hablen con una única voz, sin ingenuidad y sin tabúes, sobre todos los asuntos que les importan.

En primer lugar, la reciprocidad en los intercambios económicos y comerciales. Y esta exigencia de reciprocidad debemos asumirla de forma perfectamente desacomplejada. En una relación como la nuestra, las vías de sentido único –me refiero a la Ruta de la Seda–, las vías de sentido único no tienen cabida. Es lo que debemos decirle a China, al fin y al cabo es muy sencillo: queremos tomarle la palabra. Dice que está a favor del multilateralismo, ¡pues estupendo! Así que no puede sino estar de acuerdo en corregir todo lo que debilita la cooperación internacional renunciando a emprender cualquier acción unilateral, acabando con la asimetría en el acceso a su mercado, convirtiendo las exigencias del desarrollo sostenible en el nuevo compás de nuestras relaciones, incluidas las comerciales, y el nuevo compás de nuestra cooperación.

Y el hecho de que China cumpla con sus compromisos internacionales también ayuda a ese multilateralismo respetado y reconocido. Pienso en Hong Kong y en particular en Xinjiang, donde la violación masiva de los derechos humanos vulnera los derechos de los uigures.

También debemos afirmarnos más ante Estados Unidos y en la relación transatlántica, pidiendo que a un mejor reparto de las responsabilidades se le sume un mejor reparto de las cargas.

El compromiso de Francia en la OTAN, junto con todos sus aliados, Estados Unidos incluido, permanece intacto. La reciente visita del presidente de la República Francesa a Lituania volvió a permitir recordar nuestra contribución a la Presencia Avanzada Reforzada, que forma parte integrante de la postura de defensa y disuasión de la Alianza. La reflexión estratégica que Francia propuso en la OTAN hace un año debe contribuir a reforzar la Alianza y, dentro de unas semanas, tendremos ocasión de conocer las conclusiones de la labor que lleva un año realizando el grupo de expertos que habíamos solicitado Heiko Maas y yo mismo en una reunión de ministros de la OTAN.

Una de las condiciones sine qua non para que la Alianza conserve toda su fuerza es ahora que los europeos se muestren más proactivos y que asuman sus responsabilidades en mayor medida, en una alianza refundada y reequilibrada. No habrá defensa europea sin OTAN ni OTAN creíble y sostenible sin un refuerzo duradero de los compromisos de defensa europea.

Esta realidad nos ha llevado a superar etapas importantes desde 2017 en la consolidación de herramientas dirigidas a que los europeos tengan mayores capacidades, sean más voluntarios y estén mejor equipados. La dinámica debe proseguir.

Y pase lo que pase en noviembre, no debemos esperar de los electores estadounidenses que respondan por nosotros a las preguntas que nos hacemos. Todo lo emprendido para reforzar nuestra capacidad para defender nuestros intereses de defensa y seguridad no lo hacemos contra uno u otro. Y menos aún, por supuesto, contra la relación transatlántica. Sino que lo hacemos por nosotros mismos. No perdamos jamás de vista esta evidencia. Porque el debate que está teniendo lugar en Washington también dibuja la perspectiva de una mutación profunda de la garantía de seguridad que Estados Unidos ofrece a sus aliados. E independientemente de quién sea el próximo presidente, si los europeos asumen su responsabilidad de forma efectiva, dicho presidente podrá defender ante sus electores un mayor compromiso de Estados Unidos con los europeos.

Y cuando nuestros intereses se vean amenazados, debemos unirnos para actuar asumiendo, una vez más, la posibilidad de recurrir a relaciones de fuerzas sin renunciar por ello al diálogo. Es lo que hacemos en el Mediterráneo oriental, desplegando todo el abanico de opciones en oposición a las lógicas del hecho consumado, a las lógicas de intimidación y para reunir las condiciones necesarias para que la negociación sea constructiva.

El pasado mes de junio, un buque de la armada turca efectuó maniobras hostiles contra una fragata francesa (Le Courbet) que, sin embargo, no hacía allí más que ejecutar las órdenes recibidas por la cadena de mando de la OTAN con vistas a vigilar los flujos ilegales en el Mediterráneo central. Le Courbet sospechaba que un buque mercante turco, el Cirkin, estaba tomando parte en la violación del embargo sobre las armas de las Naciones Unidas hacia Libia.

Y celebro la respuesta que se pudo dar a este grave incidente. Primero en la OTAN, donde el secretario general asumió la responsabilidad de trabajar en medidas de seguridad que permitan evitar que se repita este tipo de comportamiento entre aliados; después, en el ámbito de la Unión Europea, cuando los 27 decidieron, el pasado 21 de septiembre, sancionar a la compañía marítima responsable de esta actividad que constituía una violación del embargo hacia Libia.

Este enfoque es el único enfoque válido para tratar con poderes autocráticos que no dejan de poner a prueba nuestros límites. Y este enfoque tienen que osar asumirlo también frente a Turquía aquellos que piden legítimamente firmeza frente a Rusia, y ya he dicho antes que para nosotros es fundamental. A mi entender, ésta es la línea que hay que seguir en nombre de Europa y, de hecho, también en nombre de la OTAN. Por otra parte, no podemos reforzar la OTAN corriendo un tupido velo sobre las derivas de este tipo. Pero sí identificando el problema y haciéndole frente, desde el diálogo.

*
Señoras y señores, ya lo he dicho: es hora de proyectar en el mundo lo que somos y aquello en lo que creemos.

Esto quiere decir, en primer lugar, afirmarnos como un bloque solidario y fiel a sus valores y defender la autonomía de nuestro modelo yendo más lejos en la construcción de la soberanía europea.

Esta soberanía común no es lo opuesto, sino la prolongación, el complemento, e incluso, en el contexto de la brutalización de la vida internacional actual, la garantía de nuestras soberanías nacionales.

Y lo digo aquí en Bratislava, en un país donde saben lo que significa estar desposeído de la soberanía de uno y recobrarla gracias a la reunificación europea y gracias a la UE. El poder de las solidaridades europeas, con las que, efectivamente, nos atamos unos a otros consiste, paradójicamente, en proteger nuestra independencia. Los que no lo aceptan y prefieren limitarse a ejercer una oposición simplista no entienden la historia de nuestro continente. Asumirse como europeo no es darle la espalda a su patria. Al contrario, es amarla lo suficiente para brindarle todas sus oportunidades.

Esta soberanía común, hemos empezado a reforzarla en los sectores más estratégicos: la industria, la política comercial, la defensa o el universo digital. Amplia labor que vamos a proseguir en cada uno de estos ámbitos clave. Y ahora, por supuesto, también en el ámbito de la salud para prepararnos a la posibilidad de que se produzcan otras pandemias. Y en el ámbito de la energía, empezando por diversificar nuestras fuentes de suministro.

Pero para reconciliar plenamente lo que somos para nosotros mismos y lo que somos en el mundo, también debemos asumir la potencia de nuestro modelo en una competición de valores que, estoy convencido de ello, es hoy una de las dimensiones clave de la competición internacional.

Podremos estar orgullosos del modelo europeo mientras reconozcamos que el precio de dicho orgullo es el deber de velar siempre por defenderlo, también frente a algunos responsables políticos que, en el seno mismo de la Unión Europea, ignoran deliberadamente sus exigencias. Ayer lo convertimos en un crisol de la reunificación. Hoy debemos proponernos convertirlo en la brújula de un cambio de rumbo en la globalización.

Este modelo convierte a Europa en el continente más avanzado en protección de los derechos fundamentales y en el continente de la abolición de la pena de muerte, dato particularmente revelador. El continente, también, que ha llevado a su máxima expresión el principio del Estado de derecho. El continente de las grandes regulaciones, de la protección del medioambiente, el continente de la ayuda a los más vulnerables, el continente de la lucha contra cualquier forma de discriminación. El continente de todas las libertades intelectuales y académicas. Un continente, por último, que tras décadas de guerra civil, culmina la hazaña, y empleo estas palabras deliberadamente, de que convivan la diversidad histórica y la diversidad cultural nacional.

Este modelo nos ha esculpido a nosotros tanto como nosotros lo hemos esculpido a él. Por ello, su traducción en la escena internacional constituye hoy una prolongación natural de la afirmación de nuestra soberanía.

Pero éste no es el único desafío. Y si tuviera que definirlo con una sola palabra, diría que es un modelo humanista. Por la razón muy sencilla de que no se basa más que en una determinada idea del ser humano, de su dignidad y de su potencialidad. Ni se basa en una trascendencia. Ni en una providencia. Sino en lo humano, sólo en lo humano. Y, creo que esto es lo que le confiere un alcance, incluso una potencia, diría yo, universales. Y, por tanto, es lo que lo convierte en la posible matriz de una tercera vía útil, una vez más, para nosotros mismos, pero potencialmente para otros en el planeta.

Una tercera vía para salir de las lógicas de rivalidad que debilitan a la comunidad internacional. Porque no tenemos nada que ganar dejando que se instale un duopolio. En este sentido van los esfuerzos europeos para reunir a las potencias de buena voluntad en la Alianza por el Multilateralismo que lanzamos, hace casi un año, con Heiko Maas en Nueva York, para mostrar que para ser eficaces resulta más que nunca necesario actuar de forma colectiva.

Una tercera vía para superar falsas disyuntivas que nos paralizan ante los desafíos actuales. Como, en el ámbito digital, la falsa disyuntiva entre los partidarios de un nuevo autoritarismo 2.0, ya se imaginan a quién tengo en mente, y aquellos que están dispuestos a entregarse con los ojos cerrados a los agentes privados sin dios ni ley. Debemos mostrar un desarrollo controlado de las nuevas tecnologías y, a nivel europeo, sabemos hacerlo.

Una tercera vía, y es crucial, para defender los bienes comunes. La salud o el planeta, para no tomar más que esos dos ejemplos, que se merecen algo más que ser sacrificados en el altar de los antagonismos y los egoísmos particulares y, muy particularmente, la salud.

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Una tercera vía que responda cuando se presenten los retos de mañana. He aquí, estimados amigos, el sentido que debe seguir Europa para no defraudar en su cita con el «mundo de después». Es decir, en su cita consigo misma, para acabar de salir de la edad de la inocencia para entrar, por fin, en la de la responsabilidad. Nos toca ayudarla juntos, siempre juntos, porque ahí radica nuestra fuerza.

Ésta es la visión que defiende Francia, pero no es la única en hacerlo. Es el sentido de la iniciativa que lanzamos, los 27, con nuestros socios de América, de Asia, de África y de otros lugares. Y con este espíritu nos preparamos a asumir la presidencia del Consejo de la Unión Europea durante el primer semestre de 2022.

Gracias por su atención.